sábado, 24 de julio de 2010

Adicciones


La mía es una historia triste. No hubiera terminado hoy donde estoy, de no ser por la Señorita Estela. Mi memoria es una porquería, a veces no puedo acordarme de la cara de mis padres, pero a la Señorita Estela no puedo olvidarla; ni lo que ella me hizo.
Yo tenía siete años, era un chico como cualquier otro, un poco inquieto quizás; un poco travieso, debo admitir; Y un alumno regular, ni bueno, ni malo. Cursaba como cualquier chico de mi edad, el segundo grado de primaria y la Señorita Estela era mi maestra. Dicen que la maestra es la segunda madre de los chicos. A mí me gustaría agregar, que así como puede ser una segunda madre en el amor, puede igual que una mamá, arruinarles la vida a sus hijos durante el resto de su existencia. Yo lo sé, porque Estela, me marco para el resto de mi vida. Ese día, calculo que sería Julio o Agosto, porque hacía poco que habíamos vuelto de las vacaciones de invierno, a Estela se le ocurrió tomar una prueba sorpresa de matemáticas. Como les había dicho antes, yo era un alumno regular, pero era en matemáticas donde más me costaba trabajo aprender. ¡Encima una prueba sorpresa! Deberían de echar a todas esas maestras amargadas y destructivas, que buscan descargar todas sus frustraciones diarias viendo como se retuercen sus alumnos bajo sus cuestionarios sádicos.
El tema es que a mí las tablas de multiplicar se me negaban, y mucho más después de quince días de descanso, donde lo poco que había podido asimilar de esas malditas tablas se había diluido en las largas sesiones de PlayStation que había podido disfrutar durante las vacaciones. Así que el día de la prueba sorpresa, me encontré sorprendido con que no sabía absolutamente nada del tema. Capaz debería haberlo dejado ahí, capaz me tendría que haber bancado el cero como un caballero, bajar la cabeza y reconocer frente a mis padres que no era tan inteligente como ellos decían a todos sus amigos. Pero la verdad es que la carne es débil, y mi debilidad era la promesa de mi viejo de traerme cinco (¡cinco!) sobres de figuritas de la guerra de las galaxias esa misma noche. Pero esas veinticinco gloriosas estampas con los personajes de las películas quedaban en una galaxia muy muy lejana, si me aparecía en casa con un fatídico cero, en el cuaderno de clase. Así que hice lo que debía, tome el asunto en mis manos. Decidí seducir a la maestra.
Empecé de a poco, no era cuestión de que se diera cuenta de mi maniobra abiertamente. Primero la mire con ojos húmedos. Yo sé que no hay nada que seduzca mas a una mujer, que un niño desamparado; Luego, mientras repartía las fotocopias con las malditas preguntas, deje caer un par de lagrimas, ahí, como al pasar. Mostrándole al mismo tiempo mi lado sensible, con las lágrimas; y mi masculinidad, al no emitir un solo quejido. No había tenido tiempo de copiar las preguntas en mi hoja en blanco, cuando Estela se detuvo al lado de mi pupitre. Sabía que había picado, pero no tironee; un buen pescador sabe que hay que esperar a que se haya comido la carnada con anzuelo y todo. Primero le dije que no pasaba nada, y cuando ella me insistió, ahí recién le dije con voz lastimera. “me uele la panza” con mala pronunciación y todo. Sabía que eso iba a calar bien profundo en su instinto femenino y que ya era mía. Estela me examino rápidamente, y me pidió que la acompañara a la sala de maestros. Deje a mis compañeros, pobres diablos, haciendo el tremendo examen bajo la mirada de la señorita de sexto B, que fue a controlarlos y seguí a la que todavía era mi maestra a un lugar más privado.
Cuando estábamos en el salón, ella se sentó y yo me acerque mirándola a los ojos. Me pare frente a ella, y la mire atónito mientras ella me iba desabrochando el guardapolvo. Ella empezó a acariciarme la panza y me pregunto si todavía me seguía doliendo. Decidí que lo mejor era seguirle el juego y le dije que sí. Ella se paro, se dirigió a un pequeño armario colgado en la pared, saco una pastilla me indico que la tomara y me aseguro que todo estaría bien. Si tan solo lo hubiera sabido, habría tirado esa maldita pastilla bien lejos; Pero que iba a saber yo, un chico de tan solo siete años. Un poco confundido y todavía preguntándome si habíamos tenido sexo, después de todo me había abierto el delantal, tome la pastilla. Cuál fue mi decepción, cuando me di cuenta que me estaba abotonando el delantal. Creo que tan solo atine a preguntar que me había dado, mientras me llevaba de nuevo al salón de clase. Mejoralito fue su respuesta.
Puede haber sido la decepción amorosa, o el stress, o yo que sé. El tema es que cuando me volvieron a sentar frente a la prueba comencé a contestar las preguntas sin siquiera pensarlas. Al salir al recreo, todavía me sentía confundido. Cuando mis compañeros me empezaron a preguntar cómo me había ido en la prueba me di cuenta que ni siquiera me había percatado de hacerla; así que mucho menos podía esperar haberla contestado correctamente. Solo me quedaba resignarme al cero y despedirme de las figuritas. Nunca estuve tan deprimido durante un recreo. Cuando volvimos al aula, ya estaban las notas, juro que podía escuchar los tambores del patíbulo mientras la señorita estela las repartía. Cuando puso la nota sobre mi pupitre lo primero que vi fue el cero, solo para notar al uno que lo precedía. ¡Un diez! Increíble. Estela puso la mano sobre mi cabeza y mientras me revolvía el pelo me dijo sonriente “-Parece que el Mejoralito te ayudo, ¿no?” y ahí fue cuando me di cuenta. No habían sido los nervios, la decepción o el stress. Tenía un diez y tan solo podía agradecérselo al Mejoralito. Ese día las figuritas eran algo secundario. Había encontrado el santo grial del estudiante. Pero semejante bendición no iba a venir sin trabajo. Durante varios meses pude engañar a la maestra con el mismo truco, para que antes de cada examen me suministrara mi dosis de Mejoralito y mis notas no bajaban de nueve. Pero como con todo adicto, pronto las mismas excusas no sirven, y hay que buscar nuevas formas de seguir alimentando el hábito. Para cuando llego el siguiente examen después de que me negaran la dosis, ya me había hecho invitar a tomar la leche por varios compañeritos, y luego de revisar el botiquín de varias casas, había dado con la veta madre, una tableta completa de mejoralitos en la casa de uno de mis compañeros. Lleno de confianza fui a dar la lección de geografía, para darme cuenta con pavor, que la dosis no había sido suficiente, no podía de ninguna forma recordar el nombre de la capital de noruega. Encima era un examen oral, no me sirvió de ninguna forma tener una tableta llena de respuestas en el bolsillo de mi guardapolvo; me saque un mugroso cinco. A partir de ese momento comenzó caída en espiral.
Antes de fin de año tomaba cinco mejoralitos para cada examen, y para tercer grado me di cuenta que necesitaba algo más fuerte. Ahí descubrí el dos por uno de farmacity. Mediante varias excusas la convencía a mi mamá de comprar las cajas de aspirinetas. Le daba una caja a ella, y la otra me la quedaba yo. Algunas veces era para casa, otras eran para el botiquín de la escuela, alguna colecta para caridad, a veces les pegaba a mis compañeros de colegio que venían a jugar a casa, para que lloraran, así tomaba las aspirinetas y le decía a mi mama que habían sido para mis compañeros. Al llegar al secundario, con la presión de los parciales tuve que pasar a las drogas duras. Durante ese tiempo pase por la aspirina y después me pase al paracetamol. Realmente no sé cómo pude terminar el secundario, pero cuando entre a la universidad tomaba un ibuprofeno todos los días, dos si tenía un final. Así los seis años que me llevo convertirme en abogado. Debo reconocer que en todo ese tiempo no sufrí una fiebre ni un dolor de cabeza.
Es verdad que me recibí con el mejor promedio de la facultad, pero mi adicción era un estigma que no podía mostrar a la sociedad. Trabaja en el mejor estudio de la ciudad, daba conferencias en las universidades del país y del exterior. Salía en diarios y revistas como una eminencia. Pero cada vez que leía una nota que me habían hecho, cada vez que miraba mi diploma en la pared sabía que no había sido yo quien merecía estar ahí, que todo había sido gracias al jarabe para la tos. Me llevo 20 años más, hasta que finalmente pedí ayuda. Hoy por hoy estoy limpio, ya no tengo que ocultarme para consumir a escondidas de la sociedad. Ahora soy uno más, y todo se lo debo al alcohol.

Temporada

Jacobo y Silvia Süller, hacen temporada en Mar del Plata. Con algo de suerte llenan un teatro con 6 butacas...