jueves, 8 de mayo de 2008

El Ritual del Café


No hay nada como el ritual del café. No hay nada como salir un sábado por la mañana a caminar por la avenida Santa Fe, elegir un café, preferentemente que tenga mesas sobre la vereda. Sentarse en una de esas mesitas, donde da el sol de las 11 de la mañana de un día de invierno en Buenos Aires.
Me encanta acomodarme, con las piernas cruzadas, llamar al mozo y pedirle un café expresso con tres medialunas de manteca. Invariablemente el mozo me preguntará si quiero un cortado. No importa en que café uno se encuentre, uno pide un café, y el mozo le responderá invariablemente “cortado”. Porque no es una pregunta, es casi como una afirmación. Yo lo tomo casi como un insulto, es como si el mozo diera por sobreentendido, que uno no sabe hablar castellano, y que al café cortado uno lo llama simplemente café. O sino, en el peor de los casos es una duda de nuestra hombría, ya el mozo al verte decide que uno no es lo suficientemente hombre, como para tomar un café solo, sino que necesita que le echen un chorrito de leche, como si uno fuera todavía un niño de pecho. Un impúber incapaz de metabolizar una mínima cantidad de cafeína. En una época había optado por pedir directamente un “café negro” en vez de simplemente un café, para evitarme el mal trago de tener que reconfirmar mi pedido, cada vez. Pero eso me trajo más disgustos que alegrías, ya que los mozos no dejaban de contestar con aquella afirmación petulante. Haciéndola mas ofensiva todavía, ya que con mi pedido de “café negro” no deberían caber dudas sobre mi pedido.
No es que tenga nada contra el café cortado, ni contra los mozos. Es que adoro el momento en que llega a mi mesa el pocillo de brebaje negro, adoro observar en su interior y verme casi reflejado en su superficie. Mientras ese borde de espumita clara, hace de marco a la escena. Siento que mirar la superficie del líquido es como observar el universo, que me estoy asomando a un agujero negro, desde donde se abre una nueva galaxia, infinitos mundos listos para que yo los descubra y los nombre.
Generalmente en ese momento el mozo me hace entrega de unos sobrecitos de azúcar y uno de edulcorante. Indefectiblemente elijo los sobrecitos de azúcar, son por mucho superiores a los de edulcorante. Por un lado, ya de por si el sobrecito de azúcar es superior, no solamente su contenido. El sobrecito de azúcar tiene un peso especifico, no como el sobre de edulcorante que solo pesa lo que pesa el papel. Por otro lado cuando uno toma un sobre de azúcar entre los dedos uno siente como el contenido, los incontables granos de azúcar que están dentro, se mueven de un lado al otro, y si uno tiene un poco de suerte, en medio de nuestros dedos quedaran aprisionados unos 5 granitos, en medio del sobre. En ese momento no puedo dejar de mover mis dedos, haciendo que ambas capas de papel se muevan en direcciones contrarias, llevando a aquellos escasos granos de un lado para el otro. Luego sacudo el sobre entre mis dedos y procedo a abrirlo, para poder echar su contenido lentamente dentro del pocillo. Me gusta hacer eso con cuidado, lentamente. Me gusta ver como los granos de azúcar caen dentro del café, como durante un mínimo instante, el grano de azúcar toma el color del café, como pasa de blanco a marrón, para luego ser rodeado y engullido por el líquido, como la superficie del café se abre para darle la bienvenida a su compañero de pocillo inseparable. Repito esto con un nuevo sobre de azúcar, teniendo el mismo cuidado que con el anterior. Luego tomo la cucharilla del plato. Para mi hay dos tipos de cucharillas de café. Algunos quiza prefieren distinguirlas por forma o tamaño, y podrán clasificarlas en miles de formas. Pero para mi solo hay dos tipos, aquellas cucharillas que cuando uno las toma, tienen el frió del metal en su alma. Y aquellas otras, que cuando uno las toma, han absorbido y comparten el calor del pocillo y el plato donde pasa su existencia. A mi estas ultimas me caen mucho mejor, son cucharas que saben vivir la vida, que se adaptan a su medio ambiente y lo abrazan con completa sinceridad.
Luego de revolver el café, me quedo observándolo durante unos instantes, veo como la espumita ha escapado de estar confinada a los bordes del pocillo, para reclamar su lugar en el centro de la taza. Como comienza a formar una nebulosa, otra galaxia sobre el oscuro cielo liquido.
Casi como de un sueño, levanto los ojos de mi pocillo, como si acabara de volver de un largo viaje, como si esa sola observacion me hubiera transportado miles de años luz. Regreso a mi mesita de café, a la luz del sol de una mañana de invierno. Todavía meditabundo ingiero mis tres medialunas de manteca, y luego de pagarle al mozo, me levanto, para seguir caminando por la avenida Santa Fe, nuevamente atrapado en este universo mundano. Detrás mío queda el pocillo de café, con su contenido todavía intacto. Como les decía, me encanta el ritual del café, pero odio el sabor de ese brebaje inmundo.

Temporada

Jacobo y Silvia Süller, hacen temporada en Mar del Plata. Con algo de suerte llenan un teatro con 6 butacas...